En los buenos relatos algo de lo que ocurre resuena en la experiencia del lector, como si, con otra voz, con perspectiva diferente, le estuviesen contando su propia historia. A veces lo sorprende una idea que sin saberlo ya tenía. A veces los hechos que lee le resultan familiares.

Lógicamente, la literatura interpela al lector en lo que le es propio, lo pone ante un espejo que lo refleja, pero todo eso se le presenta en otro contexto, que lo enrarece, que le aporta algo distinto. Como si leer resultara, ante todo, un vaivén continuo entre lo familiar y lo nuevo.

De no ser así, pronto esa historia se volvería una cadena de clisés.

En Silencios de familia, José Luis Ferrería nos ofrece esa historia común a muchos argentinos, hecha de barcos que huyen de la miseria en busca de las promesas del nuevo mundo.

Es, como son los relatos de inmigrantes, una historia de aventuras y de amor y de búsqueda de los orígenes.

Aristóteles observa que la literatura es más verdadera que la historia porque narra los hechos como podrían haber sido. Ferrería usa diestramente esa herramienta, el “como podrían haber sido”, y se lanza y nos lanza a su novela, imaginando allí donde las fuentes no lo asisten, y, aunque su narración señala muchas veces esa frontera y nos avisa que interviene su imaginación, pronto esa advertencia se vuelve para el lector, más que un gesto de honestidad, un modo de sumergirnos más en la historia y, sobre todo, para autorizarnos a imaginar, también los lectores, que lo que leemos es nuestra propia historia.

Hugo R. Correa Luna